Opinión, por Cristina Secades Cicero (Kiwín Bio)
Ése es el significado del prefijo “trans”, así que, cuando alguien nombra transgénicos, no puedo evitar que mis pensamientos se vayan al lado oscuro. Pero no porque comer un organismo genéticamente modificado (OGM) me vaya a producir una muerte instantánea o la más lenta y dolorosa, sino por cuestiones sociales, ambientales y económicas asociadas. Además, como explica el doctor David Schubert jamás se llegaron a realizar pruebas de seguridad rigurosas para los alimentos transgénicos en Estados Unidos, por lo que podemos poner en duda que lo sean. De lo que no hay duda es que uno de los pretextos con los que se inició su uso es totalmente falso. Los OGM no ayudarán a acabar con el hambre en el mundo.
Si tenemos en cuenta que sólo en España 7,7 millones de toneladas de alimentos se desperdician al año, de los cuales más del 40 % son frutas y verduras, la balanza está tan desequilibrada entre diferentes partes del mundo que la ingeniería genética en este caso no servirá para solucionar el problema.
Quizá el OGM más conocido sea el maíz Bt de la multinacional Monsanto, que gracias a una bacteria se consiguió que fuera resistente a una plaga de insectos, resultando además plantas resistentes al herbicida glifosato. Así que todo queda en casa, vendemos la semilla y el herbicida. El negocio perfecto y la solución perfecta para el agricultor.
Estudios donde se muestran sus posibles efectos cancerígenos y la incertidumbre sobre cómo afectan los residuos del cultivo al medio natural me llevan a eso que llaman principio de precaución. Afortunadamente a España no llegó todavía Goliat pisando fuerte, como ocurre por ejemplo en Estados Unidos, y la superficie cultivada con ese maíz va menguando con los años.
Las nuevas técnicas de modificación podrían parecer a priori, muy útiles, pudiendo por ejemplo eliminar al mosquito Anopheles transmisor de la malaria; pero tienen tantas implicaciones ambientales y económicas que lo que podría parecer una utopía se está convirtiendo más bien en una distopía.
Cada vez es más difícil detectar si un organismo ha sido modificado, lo que nos lleva a algunas consecuencias:
— Mayor riesgo de contaminar semillas no modificadas o campos cultivados en ecológico, influyendo directamente en el etiquetado de productos y alimentos. Creo que estamos en nuestro derecho de saber si son OGM o no, para tener la libertad de decidir si los queremos consumir.
— Cambios en la Directiva sobre la liberación intencional en el medioambiente de OGM, que obliga a la identificación y trazabilidad, de tal forma que una patente se puede aplicar a cualquier planta que lleve esa información genética, aun cuando ésta la lleve de manera nativa.
Además, el llamado Consejo Interministerial de OGM en España no contempla ningún proceso participativo con los sectores agrícolas y ganaderos, consultando sólo a promotores de esas biotecnologías a través de la Comisión Nacional de Bioseguridad.
En el caso del tomate, uno de los alimentos que más dinero mueve en el mundo, hay varias empresas cuyas patentes, por ejemplo, se apropian de genes responsables del sabor y que provienen de variedades silvestres que recogen de países como Perú o Ecuador, violando expresamente el protocolo de Nagoya, cuyo objetivo es “la participación justa y equitativa de los beneficios derivados de la utilización de los recursos genéticos”.
Esto nos lleva a un cóctel molotov: patentes, semillas, expolio, soberanía alimentaria, secretismo, blindaje, ausencia de información y biopiratería. Gracias a mi compañero Edmundo por abrirme más los ojos al leer “El saqueo que patenta la diversidad andina del tomate”, de Edward Hammond.